Marie Linares. Narradora y poeta |
Por: Marie Linares
|
Había
llegado al equilibrio, al punto extraño de sentir la muerte hormigueándome el
cuerpo, apenas noté la luna formada en lo alto del cielo, mis ojos desearon más
que morir. Una lechuza mataba la noche con sus ecos chillantes, jugaba a intimidarme
como siempre. Sus enormes ojos padecían de la ansiedad crónica de un ser
errante, devorador, consumista, fácil. Acostumbrada a ese lugar la lechuza
aleteó suave hasta posarse al borde de la rama de un castaño y comenzaba a
mirarme.
El aire helado de la medianoche se llevó un
chillido de respuesta; parecía culpable, me mentía…
Tiempo atrás,
en mi profesión de fotógrafo seguí la ruta de turista en busca de tomas de la
fauna propia del lugar conocido como Montañas Pickos. Elías, el guía me había
advertido del acceso restringido a cierta parte del hábitat, por lo que le
obligué a contarme el misterio del fin de aquella ruta. “Subiendo aquel camino
comienza un río, que es río sólo por un kilómetro, hasta que el curioso siente
que las flores que crecen a sus orillas le avisan del peligro, entonces ése ya
no es el mundo normal, Sr. Santiago absténgase de pasar del otro lado, hasta
este cartel Ud. está a salvo, después nadie se hará responsable.”
La explicación fantasiosa de aquel
hombrecillo que usaba amuletos típicos no colmaba mis expectativas, debía haber
una razón, al menos otro ecosistema para fotografiar.
-
Bien Sr. Santiago es hora de regresar, almorzaremos en el valle
-
Aún es temprano Elías, creo que hoy comeré flores que hablan jajaja.
El guía,
preocupado de mi destino, se despojó de uno de sus amuletos, éste era un
símbolo labrado de diseño tribal, me pareció un sol. Me burlé, sin embargo, con
tristeza lo puso en mi cuello y me abrazó. “No lo dejes, aunque ya no te vuelva
a ver señor, tú suerte será diferente de la de todos aquellos que
desobedecieron, algún día volverás a la libertad”.
Fueron las
últimas palabras que crucé con un ser humano; el río tenía una extraña transparencia
que dejaba ver el fondo de sus aguas con total claridad, pequeños pececillos
rosados del largo de una cerilla nadaban veloces, inquietos ante mi presencia.
De pronto, acerqué las manos cuidadosamente y logré atrapar uno… una sonrisa
macabra salió de la faz humana de esa criatura rara, a la que devolví a sus
aguas de inmediato.
-
¡Te espera…! ¡No camines….! ¡Camina …!. ¡Aléjate….! ¡Quédate!… hay una
hermosa mujer… es mala… ¡cállate.!...
Eran las flores de una singular belleza,
rara especie, tal vez orquídeas de muchos colores y aromas extendiéndose a lo
largo del río; todas hablaban al mismo tiempo, logrando confundirme los
sentidos y la mente. La luz del día era buena, sus colores brillantes y tomé
varias fotografías.
Una hora y
media de camino después ya no hablaban las flores, sólo veía con espanto
osamentas humanas desperdigadas en el fondo del río. Retrocedí sobre mis pasos
cuando algo semejante a un bramido ensordecedor me tumbó al suelo y, sobre mí,
sentí un peso abrumador, antes de perder el conocimiento alcancé a ver un
animal gigante, de fauces enormes y mal oliente, tenía la corpulencia de un
toro, ojos de lagarto y piel gruesa, era indescriptiblemente horrible.
Desperté en
un lecho de plumas de ganso, aroma a especies entre ellas la canela; me sentía
observado: una lechuza blanca me miraba desde la ventana. Aleteó suave hasta el
pie del lecho y dejó su cuerpo de lechuza para mostrar a una bella mujer de
piel muy clara, exquisita cabellera negra hasta la cintura y vestida de blanco.
-
Me habían advertido de ti.
-
Las flores son muy chismosas. – dijo
Contra todo
consejo y advertencia, logré enamorarme y adorar a aquella mujer lechuza que en
el día era un animal que cuidaba de un nido y de sus polluelos en algún lugar
del bosque y de noche retozaba conmigo jurándome amor eterno. No sé cuantos
meses o años pasaron en aquel lugar, me sentía lejos de mi ciudad, olvidé datos
básicos de mí como números de teléfono o documentos; nunca encontré mi
billetera, por inercia sé que me llamo Santiago. Elvira nunca permite que me
acerque al río, me engríe como a un niño pero me siento preso. No he vuelto a
ver mi rostro en un espejo, ella me lava y me afeita y por el tono canoso de
varios de mis cabellos que bota al suelo, imagino que tendré unos sesenta años,
ella no permite objetos con reflejo, así que sólo imagino cómo me veo.
Sin embargo
hay algo que nunca me quitó, mi amuleto. Pareciera temerle, desearía seguro arrebatármelo
y arrojarlo lejos, intuyo; ya que en las noches que ella me ama la he visto
odiar a ese amuleto. Ella siempre se vio igual, Elvira nunca creció en años, siempre
tiene un nido por cuidar y algún tiempo atrás logré enterarme que nuestros
hijos eran ese nido. Quise verlos y al saber la verdad preferí morir a partir
de ahí. Su madriguera era una oscura cueva en lo más escarpado ahí incubaba
pequeños huevecillos pardos… el horror y la perdición tenía el rostro de
aquella mujer, mi amante lechuza llevaba los huevecillos maduros a la orilla
del río, donde comenzaban a resquebrajarse, de su interior salían las criaturas
más espeluznantes: los pececillos rosáceos con rostro humano que vi cuando
comencé mi viaje.
Me había
convertido en un mecanismo automático para el derroche de sus impulsos y cuando
mi aspecto era el de un anciano dejé de interesarle, aún con fuerzas y
camuflándome entre la espesura del bosque llegué hasta conversar con las
flores.
-
Te recordamos… Eras muy guapo… Ella se ha llevado a otro muchacho… te va
a matar… lo ama a él
-
¿Por qué odia tanto mi amuleto? – pregunté
-
Es el recuerdo de su primer esposo. Sólo tuvo un hijo humano en toda su
vida, de un brujo que la convirtió en lechuza al serle infiel con otro
campesino; desde entonces sólo puede parir peces con rostros humanos. El brujo
huyó y obsequió el amuleto al primer hombre que pasó, obligándole a guardar el
secreto e indicar advertencia de aquel infierno.
-
¿Qué le pasó a su hijo?
-
Es la bestia que te recibió cuando llegaste a este bosque y es la misma
que te aniquilará… te va a matar…
Llegué al hogar y a la medianoche recién
vino ella. Culpable, intrigante, otra vez culpable, otra vez tarde.
-
Si me vas a matar hazlo – le dije
Ya convertida en mujer se acercó a mí
quemándome con su cuerpo, provocando el último roce de placer; la voz de una
flor y su consejo retumbaron en mi mente:
-
Te llenará de las mejores caricias esta noche, mas oblígale con tu cariño
a ser lechuza nuevamente y cuando la veas así aviéntale sales, las encuentras
abriendo tu amuleto. Ésta será la última noche para ti, después que te haya
amado vendrá su hijo bestia a devorarte, tus huesos como el de los otros que
estuvieron en tu lugar terminarán en el fondo del río.
Tenía todo
listo y accedió a mi ruego de acariciarla siendo lechuza, sabía desde antes que
me lo dijeran las flores que tenía un amante joven y vivían del otro lado del
río; sus ojos ya no miraban con aquel deseo enfermo de siempre, andaba
perturbada y; así con aspecto de lechuza no era más que un ave… Deslicé mi mano
sobre sus plumas diciéndole lo hermosa que era y en un descuido de las últimas
miradas cómplices le aventé la sal en todo el rostro y parte del cuerpo. En ese
instante fue como ácido que derritió su piel hasta verle el pellejo y
desprender un olor nauseabundo; ante sus chillidos descontrolados sentí que se
aproximaba la bestia y he empezado la huida. Furioso oí a su hijo bramar por el
resto de la noche buscándome.
No escuché
más a la lechuza en esas horas, apenas llegué a lo que se suponía el camino de
retorno a mi mundo real, caí desmayado, desnudo, desgarbado, sobre un terreno
húmedo como pantano. Cierto que no terminé devorado por un fauno enorme pero en
cuanto desperté mi aspecto distaba de ostentar salud y al menos cuarenta años
de mi vida no tenían coherencia; ahora desde mi celda de hospital psiquiátrico
por una pequeña ventana de vez en cuando además de las nubes del cielo suele
pasar una lechuza quemada que chilla, chilla.