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jueves, 31 de octubre de 2013

HISTORIA DE LA MUJER LECHUZA

Marie Linares. Narradora y poeta
 Por: Marie Linares
  
Por qué pienso vida, por qué te pienso y te sueño en el ayer, la noche de voces negras caminando sobre la memoria, la cabeza que pesa sobre los hombros…y en las mejillas: lluvia, mi rocío… una idea rota sí… si tan solo pudiese volver a los brazos de mi madre y ser feliz jugando con un rizo de su cabellera entre mis dedos; si solamente pudiera aventarme como piedra al vacío y desmoronar mi cuerpo en cada tropiezo… no, no puedo.

Había llegado al equilibrio, al punto extraño de sentir la muerte hormigueándome el cuerpo, apenas noté la luna formada en lo alto del cielo, mis ojos desearon más que morir. Una lechuza mataba la noche con sus ecos chillantes, jugaba a intimidarme como siempre. Sus enormes ojos padecían de la ansiedad crónica de un ser errante, devorador, consumista, fácil. Acostumbrada a ese lugar la lechuza aleteó suave hasta posarse al borde de la rama de un castaño y comenzaba a mirarme.

-        Demoraste hoy. – le dije

El aire helado de la medianoche se llevó un chillido de respuesta; parecía culpable, me mentía…

Tiempo atrás, en mi profesión de fotógrafo seguí la ruta de turista en busca de tomas de la fauna propia del lugar conocido como Montañas Pickos. Elías, el guía me había advertido del acceso restringido a cierta parte del hábitat, por lo que le obligué a contarme el misterio del fin de aquella ruta. “Subiendo aquel camino comienza un río, que es río sólo por un kilómetro, hasta que el curioso siente que las flores que crecen a sus orillas le avisan del peligro, entonces ése ya no es el mundo normal, Sr. Santiago absténgase de pasar del otro lado, hasta este cartel Ud. está a salvo, después nadie se hará responsable.”

La explicación fantasiosa de aquel hombrecillo que usaba amuletos típicos no colmaba mis expectativas, debía haber una razón, al menos otro ecosistema para fotografiar.

-        Bien Sr. Santiago es hora de regresar, almorzaremos en el valle
-        Aún es temprano Elías, creo que hoy comeré flores que hablan jajaja.

El guía, preocupado de mi destino, se despojó de uno de sus amuletos, éste era un símbolo labrado de diseño tribal, me pareció un sol. Me burlé, sin embargo, con tristeza lo puso en mi cuello y me abrazó. “No lo dejes, aunque ya no te vuelva a ver señor, tú suerte será diferente de la de todos aquellos que desobedecieron, algún día volverás a la libertad”.

Fueron las últimas palabras que crucé con un ser humano; el río tenía una extraña transparencia que dejaba ver el fondo de sus aguas con total claridad, pequeños pececillos rosados del largo de una cerilla nadaban veloces, inquietos ante mi presencia. De pronto, acerqué las manos cuidadosamente y logré atrapar uno… una sonrisa macabra salió de la faz humana de esa criatura rara, a la que devolví a sus aguas de inmediato.

-        ¡Te espera…! ¡No camines….! ¡Camina …!. ¡Aléjate….! ¡Quédate!… hay una hermosa mujer… es mala… ¡cállate.!...

Eran las flores de una singular belleza, rara especie, tal vez orquídeas de muchos colores y aromas extendiéndose a lo largo del río; todas hablaban al mismo tiempo, logrando confundirme los sentidos y la mente. La luz del día era buena, sus colores brillantes y tomé varias fotografías.


Una hora y media de camino después ya no hablaban las flores, sólo veía con espanto osamentas humanas desperdigadas en el fondo del río. Retrocedí sobre mis pasos cuando algo semejante a un bramido ensordecedor me tumbó al suelo y, sobre mí, sentí un peso abrumador, antes de perder el conocimiento alcancé a ver un animal gigante, de fauces enormes y mal oliente, tenía la corpulencia de un toro, ojos de lagarto y piel gruesa, era indescriptiblemente horrible.

Desperté en un lecho de plumas de ganso, aroma a especies entre ellas la canela; me sentía observado: una lechuza blanca me miraba desde la ventana. Aleteó suave hasta el pie del lecho y dejó su cuerpo de lechuza para mostrar a una bella mujer de piel muy clara, exquisita cabellera negra hasta la cintura y vestida de blanco.

-        Me habían advertido de ti.
-        Las flores son muy chismosas. – dijo


Contra todo consejo y advertencia, logré enamorarme y adorar a aquella mujer lechuza que en el día era un animal que cuidaba de un nido y de sus polluelos en algún lugar del bosque y de noche retozaba conmigo jurándome amor eterno. No sé cuantos meses o años pasaron en aquel lugar, me sentía lejos de mi ciudad, olvidé datos básicos de mí como números de teléfono o documentos; nunca encontré mi billetera, por inercia sé que me llamo Santiago. Elvira nunca permite que me acerque al río, me engríe como a un niño pero me siento preso. No he vuelto a ver mi rostro en un espejo, ella me lava y me afeita y por el tono canoso de varios de mis cabellos que bota al suelo, imagino que tendré unos sesenta años, ella no permite objetos con reflejo, así que sólo imagino cómo me veo.

Sin embargo hay algo que nunca me quitó, mi amuleto. Pareciera temerle, desearía seguro arrebatármelo y arrojarlo lejos, intuyo; ya que en las noches que ella me ama la he visto odiar a ese amuleto. Ella siempre se vio igual, Elvira nunca creció en años, siempre tiene un nido por cuidar y algún tiempo atrás logré enterarme que nuestros hijos eran ese nido. Quise verlos y al saber la verdad preferí morir a partir de ahí. Su madriguera era una oscura cueva en lo más escarpado ahí incubaba pequeños huevecillos pardos… el horror y la perdición tenía el rostro de aquella mujer, mi amante lechuza llevaba los huevecillos maduros a la orilla del río, donde comenzaban a resquebrajarse, de su interior salían las criaturas más espeluznantes: los pececillos rosáceos con rostro humano que vi cuando comencé mi viaje.

Me había convertido en un mecanismo automático para el derroche de sus impulsos y cuando mi aspecto era el de un anciano dejé de interesarle, aún con fuerzas y camuflándome entre la espesura del bosque llegué hasta conversar con las flores.

-        Te recordamos… Eras muy guapo… Ella se ha llevado a otro muchacho… te va a matar… lo ama a él
-        ¿Por qué odia tanto mi amuleto? – pregunté
-        Es el recuerdo de su primer esposo. Sólo tuvo un hijo humano en toda su vida, de un brujo que la convirtió en lechuza al serle infiel con otro campesino; desde entonces sólo puede parir peces con rostros humanos. El brujo huyó y obsequió el amuleto al primer hombre que pasó, obligándole a guardar el secreto e indicar advertencia de aquel infierno.
-        ¿Qué le pasó a su hijo?
-        Es la bestia que te recibió cuando llegaste a este bosque y es la misma que te aniquilará… te va a matar…

Llegué al hogar y a la medianoche recién vino ella. Culpable, intrigante, otra vez culpable, otra vez tarde.
-        Si me vas a matar hazlo – le dije

Ya convertida en mujer se acercó a mí quemándome con su cuerpo, provocando el último roce de placer; la voz de una flor y su consejo retumbaron en mi mente:

-        Te llenará de las mejores caricias esta noche, mas oblígale con tu cariño a ser lechuza nuevamente y cuando la veas así aviéntale sales, las encuentras abriendo tu amuleto. Ésta será la última noche para ti, después que te haya amado vendrá su hijo bestia a devorarte, tus huesos como el de los otros que estuvieron en tu lugar terminarán en el fondo del río.


Tenía todo listo y accedió a mi ruego de acariciarla siendo lechuza, sabía desde antes que me lo dijeran las flores que tenía un amante joven y vivían del otro lado del río; sus ojos ya no miraban con aquel deseo enfermo de siempre, andaba perturbada y; así con aspecto de lechuza no era más que un ave… Deslicé mi mano sobre sus plumas diciéndole lo hermosa que era y en un descuido de las últimas miradas cómplices le aventé la sal en todo el rostro y parte del cuerpo. En ese instante fue como ácido que derritió su piel hasta verle el pellejo y desprender un olor nauseabundo; ante sus chillidos descontrolados sentí que se aproximaba la bestia y he empezado la huida. Furioso oí a su hijo bramar por el resto de la noche buscándome.


No escuché más a la lechuza en esas horas, apenas llegué a lo que se suponía el camino de retorno a mi mundo real, caí desmayado, desnudo, desgarbado, sobre un terreno húmedo como pantano. Cierto que no terminé devorado por un fauno enorme pero en cuanto desperté mi aspecto distaba de ostentar salud y al menos cuarenta años de mi vida no tenían coherencia; ahora desde mi celda de hospital psiquiátrico por una pequeña ventana de vez en cuando además de las nubes del cielo suele pasar una lechuza quemada que chilla, chilla.